MENTIROSOS


La vi tan linda. Era una tarde calurosa, de esas que encienden la líbido y se desvanecen por cuenta propia. Talvez serían las 3:00 de la tarde. Recuerdo que nunca dejé de mirarla. Sonreía todo el tiempo, como si al hacerlo quisiera hacer gala de sus dientes blancos perfectamente delineados. Era hermosa.

Sus cabellos enmarcaban y daban vida a su rostro alegre, lleno de juventud. No dejaba de mirarla. Todos querían mirarla. Proyectaba seguridad y confianza. Era imposible dejar de mirar su imagen cautivadora. La tarde seguía su curso normal. Los autos hacían la ciudad más escandalosa. Su imagen era imponente. Era blanca.

Tenía la piel de mujer bien cuidada. El sol ardía, pero sus rayos le eran indiferentes. Su boca carnosa, roja como la libido del macho animal, repartía risas por doquier. Su blusa encajaba con su cara empolvada, sutilmente pintada y sin arrugas. Para ella, "las patas de gallinas", esas extrañas rayas que anuncian el desesperante avance de los años, era solo un concepto estético de poca monta, que no merecía importancia.

Era bella. Por ratos, intentaba proseguir la marcha. Pero me detenía y volvía a mirarla. Hice todas clases de imaginaciones. Mi mente se dejó pasear por un montón de pensamientos. Mi fidelidad sucumbía con su explendor. Me sentía seducido. Tuve que detenerme nuevamente, para seguir mirándola. Mi estado conciente también sucumbía.

Enloquecía por el encanto natural de aquella mujer. No. No era mi imaginación. Ella me miraba a mi, pensaba. Era yo el que, entre tantos, le interesaba a esa radiante y sensual mujer. Eran muchos sus admiradores, me justificaba, pero sus encantos intentaban cautivarme a mi, y lo estaba logrando. Actuaba por instinto. No sé qué pasaba con mi parte racional. Soy un maldito animal, me dije furioso. Estoy aquí, parado como un estúpido, mirándola y pensando que sus ojos hermosos, brillantes, me miran a mí, solo a mí.

Tenía que despertar. Logré continuar mi marcha. Debía continuar, mi familia, mi esposa, mi hijo me esperaban. Entonces sentí que mi mundo de caricaturas terminaba como llegó. Hay muchas mujeres así, volví a recriminarme. ¿Por qué caer ante la tentación de otra mujer, si tengo la mía en casa, que siempre me espera? El ruido de los autos seguía enloqueciendo la ciudad. Ella ni siquiera se inmutaba. Su sonrisa era eterna.

La tarde seguía su curso, como yo. Era cierto, más adelante encontraría otras mujeres así. El cartel, sí, el siguiente cartel me lo dijo: hay muchas mujeres así.
OQ

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